(Acá va el cuentito que les decía antes)
El error.
Había un niño. Un niño valiente.
Y había un armario.
Todas las noches, el niño apagaba la luz
para dormir y cada noche se levantaba un rato después para asegurarse de que no
hubiera nada escondido dentro del armario. Lo hacía con miedo, pero ser
valiente no significa no tener miedo, sino ser capaz de afrontarlo y vencerlo.
Y cada noche comprobaba que no había nada tras
las puertas de madera empotradas en la pared y se dormía tranquilo, satisfecho
de haberse portado como un adulto.
Los adultos no le temen a los armarios en la
oscuridad; saben que no hay nada dentro de los cajones además de ropa,
zapatos y alguna caja de cartón con las
cosas que no vale la pena mostrar, pero tampoco se deciden tirar.
Él lo revisaba cada noche, de todos modos.
Era un ritual sin el que no podía dormir.
Pero, con el tiempo, a fuerza de repetirlo
siempre, el miedo empezó a desaparecer. Los pasos lentos y cuidadosos que daba
desde la cama hasta el armario se convirtieron en pasos iguales a los que daba
cada mañana en el patio del colegio: pasos confiados, un poco apurados,
seguros.
Ya no tenía miedo. Se sentía como una
persona grande.
Una noche, apagó el velador y se envolvió
en las mantas sin molestarse en cumplir con el ritual. Se durmió enseguida,
profundamente.
Por unas horas.
Se despertó, desorientado en la oscuridad.
Asomó la cabeza sobre las sábanas y miró hacia el armario. La puerta estaba
ahí, cerrada y muda, como siempre.
Por un impulso, se levantó. A pesar de
haber pensado apenas un par de horas atrás que ya no necesitaba revisarlo, se
dirigió hasta la puerta. Una mirada más no haría daño a nadie.
Se quedó un instante de pie delante del
mueble, que le pareció enorme, mucho más grande que de costumbre. No se oía
nada dentro, como era de esperar. Abrió la puerta de un tirón.
Era un error. No era el armario. |
Nada. Como siempre.
Satisfecho una vez más, volvió a la cama.
Se sentó, y estaba por apagar la luz cuando sintió el escalofrío de una
sospecha, una sospecha tardía: Si cada noche revisaba el armario y no había
nada dentro, esperándolo, entonces... Era un error. No estaba en el armario.
La cara, flaca, con la misma blancura que
la luna de invierno, asomó bajo la cama como un juguete de resorte. La mano
huesuda y pálida se aferró a su tobillo. La enorme boca de labios morados se
estiró en una sonrisa falsa.
Le guiñó un ojo en un gesto de triunfo
diabólico y empezó a tirar de él hacia las sombras.
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