¿Cuál es el límite para
ciertas cosas?
Cuando decidí empezar a
escribir un libro de terror para chicos, la pregunta me pareció importantísima.
Uno, es sabido, hace lo
que le gusta. Yo decidí escribir un libro que me hubiera gustado leer de
chico... pero si no hubiera sido el chico que fui.
En casa se leía. Había
libros. No una biblioteca de caoba con miles de volúmenes encuadernados en
cuero de becerro marroquí y con las iniciales de mi padre grabadas en oro. Nada
que ver. Había Reader’s Digest mezclados con
Robin Cook, crónicas de hechos reales (me acuerdo especialmente de un libro que
narraba un experimento psico-sociológico llmadao “Maratón 16, dieciséis horas de
experiencias sensoriales”. Creo que de ese libro
aprendí lo más importante que puede aprender un escritor sobre construcción de
personajes), muchos libros de terror, Salgari, Verne, Dostoievski... Lobsang
Rampa mezclado con Thomas Mann y un toquecito de Ernest K. Gann y García
Márquez. Creo que hasta un Juan Filloy, sin
olvidarnos de unos cuantos clásicos... en fin, lo que se dice un verdadero
despelote.
Y yo leía, desde muy
chico, libros para grandes. Nunca tuve restricciones ni me dijeron que un libro
no era para mí. Si no entendía algo, preguntaba. Y me contestaban, aunque no
siempre fuera fácil.
Sí, tuve mi dosis de
infancia típica. Leí todos los cuentos de “Mi Primer Diccionario”, unos libros brasileños
fabulosos que narraban las aventuras de dos hermanitos, un burro que hablaba,
un muñeco hecho con un choclo que tenía vida propia (se llamaba Mr. Livingstone, en honor al explorador) y
una muñeca de trapo. Eran los libros más educativos que leí jamás.
Creía en Papá Noel y en
El Exorcista. Creía en la magia, en una palabra. Y hasta hoy estoy convencido
de que así es como deben crecer los niños.
No sé qué dirá un
psicólogo al respecto, pero creo que los niños que crecen creyendo que el ratón
Pérez existe pero los vampiros no, son adultos menos felices. Convencer a un
niño de que Papá Noel existe es facilísimo. Convencerlo de que no hay nada
debajo de la cama es otra cosa completamente distinta.
Uno deja de creer en las
hadas. La vida no nos da espacio para esas cosas. Hay que tener cuidado con los
estafadores y con perder el trabajo, hay que tener miedo de los delincuentes,
hay que esperar una hora después de comer antes de meterse a la pileta. Creer
en que la maravilla ocurre apenas miramos hacia otro lado, que hay cosas
inexplicables y hermosas que pueden suceder en cualquier momento y esperarlas,
acecharlas, creer en ellas... eso es para pavotes.
Esa parte nuestra se
elimina lo antes posible.
En cambio, se nos enseña
a tener miedo, sí, pero miedo de otras
cosas. Cosas importantes.
Hay un desbalance, como
verán.
El libro que he escrito para
niños o no tan niños va camino a quedar ilustrado. Estoy en eso. Y, si bien es
mucho más suave que algunas cosas que leí de chico, me parece más directo que
muchas cosas que se escriben ahora. Por eso me pregunté cuál es el límite.
No puedo entender que los
niños vean en su casa Crónica TV, pero en la escuela les obliguen a leer lo más diet que se pueda encontrar.
En las historias que he
escrito, los niños no salen bien parados. Y no hay una moralina a lo siglo XIX
que justifique esto porque les sucede a los niños malos. No. Le pasa a
cualquiera. ¿Está mal?
Yo creo que no. Es un
libro que quisiera que leyera mi hijo. Quisiera leerlo con él.
Las historias satélite
son un algo muy común en el género. Reproduciré, si el tiempo ayuda, la más
breve luego.
Toda la historia está
construída con elementos conocidos por todos, pero los niños no saben aún
(benditos, benditos ellos) lo que es un lugar común. La fiebre por lo original,
por la novedad desenfrenada y a toda costa no los ha tocado. Todo les
sorprende, todo les atrapa.
Si existe el estado de
gracia, es ése.
Y no es pereza. Es el
placer indescriptible de tener la posibilidad de mostrarle algo a alguien por
primera vez.
Escribí un libro de
terror para niños porque amo a los niños. Amo a mi niño.
Porque, después de las
historias -que son magia en palabras-, ganamos el derecho (hermoso derecho) a
usar, también, las palabras mágicas:
“No pasa nada, hijo... Acá
está papá”
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