jueves, 13 de diciembre de 2012

Había monstruos. Y me gustaba.



¿Cuál es el límite para ciertas cosas?
Cuando decidí empezar a escribir un libro de terror para chicos, la pregunta me pareció importantísima.
Uno, es sabido, hace lo que le gusta. Yo decidí escribir un libro que me hubiera gustado leer de chico... pero si no hubiera sido el chico que fui.
En casa se leía. Había libros. No una biblioteca de caoba con miles de volúmenes encuadernados en cuero de becerro marroquí y con las iniciales de mi padre grabadas en oro. Nada que ver. Había Reader’s Digest mezclados con Robin Cook, crónicas de hechos reales (me acuerdo especialmente de un libro que narraba un experimento psico-sociológico llmadao “Maratón 16, dieciséis horas de experiencias sensoriales”. Creo que de ese libro aprendí lo más importante que puede aprender un escritor sobre construcción de personajes), muchos libros de terror, Salgari, Verne, Dostoievski... Lobsang Rampa mezclado con Thomas Mann y un toquecito de Ernest K. Gann y García Márquez. Creo que hasta un Juan Filloy, sin olvidarnos de unos cuantos clásicos... en fin, lo que se dice un verdadero despelote.
Y yo leía, desde muy chico, libros para grandes. Nunca tuve restricciones ni me dijeron que un libro no era para mí. Si no entendía algo, preguntaba. Y me contestaban, aunque no siempre fuera fácil.
Sí, tuve mi dosis de infancia típica. Leí todos los cuentos de “Mi Primer Diccionario”, unos libros brasileños fabulosos que narraban las aventuras de dos hermanitos, un burro que hablaba, un muñeco hecho con un choclo que tenía vida propia (se llamaba Mr. Livingstone, en honor al explorador) y una muñeca de trapo. Eran los libros más educativos que leí jamás.
Creía en Papá Noel y en El Exorcista. Creía en la magia, en una palabra. Y hasta hoy estoy convencido de que así es como deben crecer los niños.
No sé qué dirá un psicólogo al respecto, pero creo que los niños que crecen creyendo que el ratón Pérez existe pero los vampiros no, son adultos menos felices. Convencer a un niño de que Papá Noel existe es facilísimo. Convencerlo de que no hay nada debajo de la cama es otra cosa completamente distinta.
Uno deja de creer en las hadas. La vida no nos da espacio para esas cosas. Hay que tener cuidado con los estafadores y con perder el trabajo, hay que tener miedo de los delincuentes, hay que esperar una hora después de comer antes de meterse a la pileta. Creer en que la maravilla ocurre apenas miramos hacia otro lado, que hay cosas inexplicables y hermosas que pueden suceder en cualquier momento y esperarlas, acecharlas, creer en ellas... eso es para pavotes.
Esa parte nuestra se elimina lo antes posible.
En cambio, se nos enseña a tener miedo, sí, pero miedo de otras cosas. Cosas  importantes.
Hay un desbalance, como verán.
El libro que he escrito para niños o no tan niños va camino a quedar ilustrado. Estoy en eso. Y, si bien es mucho más suave que algunas cosas que leí de chico, me parece más directo que muchas cosas que se escriben ahora. Por eso me pregunté cuál es el límite.
No puedo entender que los niños vean en su casa Crónica TV, pero en la escuela les obliguen a leer lo más diet que se pueda encontrar.
En las historias que he escrito, los niños no salen bien parados. Y no hay una moralina a lo siglo XIX que justifique esto porque les sucede a los niños malos. No. Le pasa a cualquiera. ¿Está mal?
Yo creo que no. Es un libro que quisiera que leyera mi hijo. Quisiera leerlo con él.
Las historias satélite son un algo muy común en el género. Reproduciré, si el tiempo ayuda, la más breve luego.
Toda la historia está construída con elementos conocidos por todos, pero los niños no saben aún (benditos, benditos ellos) lo que es un lugar común. La fiebre por lo original, por la novedad desenfrenada y a toda costa no los ha tocado. Todo les sorprende, todo les atrapa.
Si existe el estado de gracia, es ése.
Y no es pereza. Es el placer indescriptible de tener la posibilidad de mostrarle algo a alguien por primera vez.
Escribí un libro de terror para niños porque amo a los niños. Amo a mi niño.
Porque, después de las historias -que son magia en palabras-, ganamos el derecho (hermoso derecho) a usar, también, las palabras mágicas:

No pasa nada, hijo... Acá está papá

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