martes, 15 de enero de 2019

Pinto desnudos. Y qué, simio. (Parte 1)



De todas las cosas que han cambiado y las que no, hay una en particular que insiste en quedarse igual. No importa cómo cambie el entorno o cómo cambie yo. Tampoco importa de quién me rodee o de quién elija no rodearme.
Vamos al tema.
 A los doce años ya sabía que iba a dibujar toda la vida. Todavía no descubría la pintura, photoshop aún no era ni una idea y faltaba un rato para los smartphones con cámara de tres millones de megapíxeles. Internet todavía no era.
Antes de terminar la primaria, ya había hablado con mis padres para que me inscribieran en Bellas Artes. Ahí descubrí muchas cosas. La primera y la más importante: esto era de todo, menos fácil.
Así que, de cabeza a aprender cómo. Y a aprender a olvidarse del qué. De los profesores, desganados y mediocres salvo una o dos excepciones, aprendí poco además de lo que la práctica salvaje trae. Que no es poco.
Ahí tomé contacto con los temas principales de la pintura, que a mis trece años parecían simples:
Bodegón/ Naturaleza muerta: aburrido
Paisajes: Psé
Figura humana: esto se pone serio.
Desnudo: ¡Guau!
No se le puede pedir más a alguien de esa edad.
Fueron mis compañeros (los que estaban ahí por auténtica vocación. En los noventa, Bellas Artes ya era un resumidero donde iban a parar repitentes, expulsados y los que iban atraídos por la fama de “fácil” que tenía la institución), quienes realmente me ayudaron a aprender algo.  
No era algo tan complicado: todos nos sentíamos artistas pero a ninguno le daba el cuero. ¿La solución? Aprender. Sí, ponele... ¿y eso cómo se hace? La respuesta era simple: Como se hizo siempre.
Pasaron uno o dos años hasta que caímos en la cuenta de que todos los temas eran difíciles, rigurosos y desafiantes. Y el desnudo era el más jodido. La dificultad técnica era tremenda, y había poco de dónde aprender. Insistimos en que la escuela agregara un apartado para el trabajo de desnudo del natural. La negativa fue rotunda.
Rotunda.
Ahí empezó eso que no cambia; lo que mencioné al principio. Es tan simple que hasta da rabia decirlo con palabras simples. Ahí va:
“Los que pintan desnudos sólo quieren tener una mujer en pelotas delante, seguro con la esperanza de poder acostarse con la tipa (que, si se pone en pelotas delante de un extraño, seguro es putísima). Y después se inyectan heroína juntos”
En esa época tenía trece o catorce años. Y ya empezaba a olerme algo feo. Si en una escuela de arte se lavaban las manos con algo que había sido natural en las artes desde que Fidias se paseaba en ojotas por Grecia, tallando a Friné de Tespias (sí, eso lo sabía a los catorce años, y no porque me lo hubieran enseñado en Bellas Artes. Yo quería aprender) Entonces, ¿qué quedaba para el resto de la gente?
Nos quedaba rebuscárnosla por nuestro lado. Y aprendimos de Tolouse Lautrec, y contratamos una prostituta para que posara. ¿Cuál era la novedad? Que Toulouse Lautrec tenía sífilis, seguro porque pensaba que, ya que pagó... bueno. A nosotros eso no nos interesaba en lo más mínimo. Ya estábamos metidos de cabeza en la pintura, y el tiempo corría. Además, no había smartphones ni cámaras digitales, como ya dije. Así que las sesiones eran en vivo. Y rápido, porque era caro.
Los primeros intentos fueron horrendos. Seguía sin darnos el cuero para enfrentar algo tan enorme como el desnudo pictórico.
Y ya empezábamos a preguntarnos, no ya el cómo o el qué... sino el porqué.
No era por lo de inyectarse heroína. Había algo más. ¿Por qué para todo el mundo era tan fácil y tan obvio descubrir por qué yo pintaba desnudos, si yo mismo no lo sabía?
Lo primero que tuve claro era que yo sabía muy poco de arte, no ya a nivel técnico sino teórico. Leí, pregunté, pensé. Y me encontré con un montón de cursilerías. Ninguna de esas opiniones se acomodaba a lo que yo sentía. Tenía que haber algo más. Mientras, seguía pintando y dibujando como un poseído.
El quiebre y la revelación vino naturalmente: una novia que posó para mí.
A todo el grupito de los pichones de artista nos pasó más o menos lo mismo. Antes o después, una novia aceptaba posar para su novio y ahí desaparecía el problema del precio y del tiempo. Al fin, uno podía ponerse a pintar sin pensar en la carrera desesperada por obtener un “resultado artístico”.
Cada vez que he contado esto me miran, levantan una ceja y ponen cara de “sí, claro, cómo no”. Tenía quince años, pero sabía lo que quería. Me lo tomaba en serio. Si no se lo creen, el problema no es mío. Es la verdad, así que tanto si les cabe como si no... métansela donde más les eleve espiritualmente.
La gran mayoría de la gente tiene trabas que no  entiendo. Supongo que tiene que ver con la educación torpe. La que viene de casa, quiero decir. Cuando me di cuenta, quedé de cara. Para la mayoría de la gente el desnudo es sexual. No entienden de contexto. No les entra en la cabeza que alguien pueda hacer una distinción entre sexual y sensual. Sensual tiene que ver con “sentidos”, con el goce de los sentidos. Un pedazo de pan recién horneado es sensual. El olor del fuego antes del asado es sensual. Una toalla suave es sensual. ¿Por qué es tan difícil de entender?
El desnudo fascina porque puede ser las dos cosas a la vez. Y son cosas que deberían estar perfectamente diferenciadas. Que haya quien quiera tener sexo con un pedazo de pan o con una toalla, allá ellos. Hay gente para todo. Pero cuando el desnudo deja de ser sexual, deja lugar a la sensualidad.
Hagamos un paréntesis obvio de Wikipedia:
La estética (del griego αἰσθητική [aisthetikê], ‘sensación’, ‘percepción’, y este de[aísthesis], ‘sensación’, ‘sensibilidad’, e -ικά [-icá], ‘relativo a’) es la rama de la filosofía que estudia la esencia y la percepción de la belleza.
¿Vieron? “Sensación”... sentidos. Estética. Belleza. Y es una rama de la filosofía. No tiene nada que ver con coger en el suelo del taller con una desconocida.
Entonces... ¿por qué el noventa por ciento de la gente piensa que se trata de eso?
(Continuará)



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